Las obras de arte que decoran los túneles de Buenos Aires

Un entramado del mejor arte recorre las entrañas del metro porteño. Cada día, un millón de pasajeros admira el ingenio de Quino, los trazos de Molina Campos y más.

En la década del 30, Buenos Aires era una fiesta. La París de Sudamérica, como se la llamaba, recibía al mundo con progreso y ampliaba su transporte subterráneo. En 1934, la Compañía Hispano Argentina de Obras Públicas y Finanzas, responsable de la flamante línea C, decidió importar mayólicas con trabajos de artistas españoles y montarlas en sus estaciones.


Años más tarde, con el armado de las líneas D y E, se invitó a artistas comoOtto Durá, Alfredo Guido y Léonie Matthis de Villar a inspirarse en las leyendas, tradiciones y costumbres nativas. El resultado, que convive en esos recorridos con los trabajos de artistas contemporáneos, incluye desde el casamiento de los guaraníes en Iguazú hasta la batalla de Caseros o la Conquista del Desierto.

El paso del tiempo, las filtraciones y las roturas de algunas piezas fueron deteriorando ese acervo y convirtiéndolo en un elemento más dentro de las estaciones. Pero desde un poco más de una década, la empresa concesionaria decidió trabajar en la restauración y el crecimiento de ese patrimonio. A través del programa SubteVive, ya son 25 los nuevos murales emplazados en las seis líneas porteñas, dando lugar no sólo a artistas plásticos consagrados sino también a otros cuyo oficio primario es el dibujo. 

Así, Rogelio Polesello (en la línea D, estación José Hernández); Josefina Robirosa (misma línea, estación Olleros); Carlos Páez Vilaró y el fileteador Andrés Compagnucci (línea B, estación Carlos Gardel) conviven con las viñetas de Horacio Altuna (línea C, pasaje Lima Norte), Quino (en el mismo espacio) y Hermenegildo Sábat –que rinde homenaje a los “próceres” del tango, en Lima sur.
Los visitantes los fotografían, los admiran y los notan. Los porteños, sumidos en la vorágine, difícilmente reparen en ellos. Pero tomarse un segundo para apreciarlos cambia, sin dudas, la rutina del viaje.



















Por Clara Fernández Escudero

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